Anoche, mientras leía “Los Simpson y la filosofía” me encontré con el siguiente texto: "La palabra hablada entraña cierto poder, que rápidamente puede movernos a actuar. Emily Dickinson, poetisa inglesa del siglo XIX escribió: Algunos dicen que cuando es dicha, la palabra muera. Yo digo en cambio que justo ese día empieza a vivir. Una vez dichas, una vez que han quedado en libertad en el dominio público, las palabras pueden cobrar significados inéditos y fundar nuevas líneas de pensamiento. ¿Por qué nos tomamos las palabras tan enserio? A partir de las enseñanzas de Sócrates, el pensamiento occidental se ha inclinado a considerar la confrontación y la argumentación verbales como medios para alcanzar la verdad más elevada. Sócrates nunca se cansó de refutar las ideas sin fundamento de su tiempo, de insistir en que las palabras debían elegirse con cuidado y pronunciarse con propiedad para que la luz de la razón brill ase de modo más contundente". Lo cierto es que estoy totalmente de acuerdo con Sócrates, las palabras han de ser elegidas con ese cuidado porque nuestro interlocutor las va a interpretar en función no solo de su significado, también del tono, e incluso la velocidad a la que las digas, y puede recibirlas como la mayor de las verdades. Esto ocurre especialmente con los niños, que como esponjas y lienzos en blanco que son, se quedan con todo lo que se les dice, y además, como diría Sartre, la autoestima se deriva en parte de las palabras de los demás. Cuando somos niños necesitamos saber que nuestra existencia está justificada y tenemos importancia. Nuestros proyectos, sin importar cuan pequeños sean deben recibir estímulos y críticas, ser examinados y aprobados a través de un uso afectuoso del lenguaje.
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